viernes, 20 de enero de 2017

Notas al amanecer

Han pasado bastante tiempo desde la última nota escrita tan temprano en la mañana, no siendo esto por pereza o por dormir algunas horas más. Se estaba despierto para contemplar los amaneceres sin falta, se estaba despierto para contemplar los primeros rayos del día aparecer en la distancia; se estaba despierto para eso y nada más. En aquellas situaciones en las que solo se bosteza recostado en el barandal, no dan ganas de hablar o de escribir en realidad, no dan ganas de interrumpir con palabras la paz del momento que se vive mientras todos duermen. Cuando todos duermen menos las aves que ya despiertan, la calma deja de ser un concepto utópico para ser lo que conforma los minutos, los segundos que transcurren en silencio. Por una mañana, la simplicidad de todo parece revelada ante unos ojos medio dormidos, ojos que despiertan progresivamente con el frío helado que recorre el cuerpo y hace tiritar, hace reaccionar así no se quiera. Una bebida y una cobija para acompañar el despertar de la pintura, nada más que eso para estar completo desde tan temprano, para no necesitar más piezas de ninguna clase fuera de las ya colocadas sobre la mesa. ¿Para qué más? Palabras, algunas más; en el presente y no dejándolas para después, no dejando que se acumulen y se pierdan y se olviden. Si bien se puede explicar la perfección de una escena como esta horas después cuando ya se ha disipado el recuerdo, es preferible hacerlo en el momento que se vive, cuando puede sentirse todo y quedarse callado, completamente enmudecido y dejando que sea la tinta la que describa lo que ven los ojos. No basta una fotografía, no bastarían mil para encerrar los tonos naranjas y rosados que colorean el cielo mientras que con un café se olvida el frío, mientras que con una gran cobija, compañera de hace años, se olvida el viento que sopla desde todas direcciones y rebota con la lana roja. La taza blanca, el líquido negro, el cielo azulado y las aves marrones sentadas en el tejado; un momento colorido pintado a mano por el simple gusto de despertar para ver el juego de las nubes con el sol, las figuras inalcanzables que representan lo alcanzable. Los dedos tiemblan, ansían unos guantes desesperadamente y se aferran al calor de la taza con fuerza, como tratando de absorberlo todo mientras el contenido se acaba, mientras se sale del sueño con las últimas gotas de café. La luz se elevaba sobre los tejados vecinos, sobre el tejado propio y las manos propias, las que ya no tienen frío y sujetan la taza suavemente, ya no necesitando apegarse a ella para sentirse a gusto. Es entonces cuando la única fuente de calor tangible recibe compañía, es entonces cuando entre sorbo y sorbo se despierta un poco más el cuerpo y se inaugura el día con el sabor amargo que tanto encanta desde hace tanto. Es agradable, eso de escribir con la escena ante los ojos y no solo recordándola; es agradable eso de escribir despierto y no sumergido en la memoria.

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