Era necesario caminar, bajar un
momento de las ruedas para sentir las raíces rozando las plantas de los pies,
para sentir el contacto del pasto húmedo, de la tierra mojada, del cemento frío
del que no se tenía noticia desde hace mucho; todo conformando una sensación
tan novedosa, tan extraña e inesperada, como si por un momento se hubiese
olvidado como caminar a través de la niebla sin perderse, sin olvidar el camino
a casa. Es normal, el perder la costumbre por encerrarse en rutinas, y romperlas es tan grato que puede uno desorientarse en el proceso, por la emoción. Los segundos pasaban, los pasos a través de la niebla eran torpes y
temblorosos a causa de la ausencia de luz, a causa de la necesidad del sol para
ver el camino, las señales, las marcas en el suelo que en la oscuridad no eran
ni manchas, no eran ni sombras. Se recuperaba lentamente el control de los
sentidos y del equilibrio, los primeros rayos aparecían a través de las fisuras
en las nubes y aclaraban las figuras borrosas. Con esto, ya los edificios tomaban más forma, ya se veía en la
distancia el ventanal al que se llegaría dentro de escasos segundos, si corría o
si aceleraba un poco el paso solamente. No había afán, de cualquier modo, había sido un paseo corto, uno para
equilibrar las cosas y nada más, Poner los pies en el suelo es necesario de vez en cuando,
aterrizar y dejar de volar para ver la realidad llanamente puede ayudar a llegar
más lejos cuando se emprenda el recorrido nuevamente. Con esto, salir en la madrugada puede ser acogedor, puede ser una buena costumbre como esa de ver el amanecer que tanto se disfrutaba con anterioridad. Al llegar a casa, el
abrigo cae sobre el sofá mientras una taza de chocolate caliente se lleva los
restos del frío que quedan, se lleva la niebla impregnada en la nariz y en las
mejillas con un dulce aroma, uno tan dulce que se olvida lo amargo. La habitación está ya más clara, el cielo un poco más blanco y las nubes todavía cubriendo gran parte de los rayos del sol. No hay papeles en el suelo, en las paredes, en ningún que no sea su lugar. Un poco de
orden, de caos, de luz, de oscuridad, de frío y calor, de dulce y ácido, todo
en su justa medida para mantener la balanza en el punto apropiado, para no caer
de la cuerda floja ni tropezar con los nudos en ella. Una mañana y un chocolate, un paseo y un amanecer bajo los árboles, de todo ello puede llenarse una vida en
solo unos días, en solo unos años. La brisa silba a través de las pequeñas
fisuras en el marco de la puerta, como si quisiera entrar y arrebatar el calor
del lugar, no dejando fantasear con el hecho de estar afuera. No puede entrar, pero se escucha su murmullo, y pronto habrá que
reunirse con ella, no darle más espera a una cita programada con anterioridad, hacer de la fantasía algo real. Lo que queda de una noche pasada por el agua son solo charcos, formados por
diminutas gotas a través de las horas. Están ausentes en este momento, pero los
los tonos grises entre la blancura del cielo amenazan con traerlas de nuevo y
más vale estar bajo un techo para cuando esto suceda. Hay que apresurar el paso, para no mojarse y encontrar un escritorio firme en el cual escribir con el murmullo de la tormenta ambientando la escena. Dejar ideas claras, sólidas, en el papel y en la realidad, ideas que evocan no solo un pensamiento, ideas que transmiten es algo más que un
ruido; es un mensaje común, un mensaje presente en tantas bocas y en tantas
cabezas, el mismo que los impulsa a saltar, a correr, a subir un poco la voz
para desconectarse luego y volver a la melodía, a las notas, al humo que
acompaña a las nubes que se levantan en el cielo una mañana como hoy. En un día
como hoy, se levanta la voz para caminar bajo la lluvia, para no detenerse por
unas gotas en la mañana.
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