Desde una ventana distinta, desde
la ventana del autobús, el mundo parece moverse sin complicaciones, como si
todos los engranajes girasen en armonía sin enredarse, sin saltarse, sin fallar
de ninguna forma. El recorrido comenzó contados minutos atrás, con un destino
todavía incierto que entre parada y parada parece volverse más turbio, más
confuso, más distante. Se recupera el aliento, la firmeza, la valentía y se
pasa saliva, se toma agua de la botella que se lleva y de nuevo se mira hacia
afuera, hacia la calle. El tráfico avanza sin bocinas, sin gritos, nada
perturbaba la paz de una mañana abrigada por nubes blancas que dejan adivinar
los rayos de sol ocultos tras sus bultos, tras sus formas claras. A veces
escapan, y como reflectores iluminan pequeños lugares que reciben luz, calor,
colores diferentes a los del cuadro arriba que susurra lluvia, que invita a
quedarse en casa con sus rayos y sus truenos. Bajo este cuadro, bajo estos
colores, el verdor de la montaña a la derecha parece una línea divisoria entre el
cielo y la tierra, entre un paraíso y la oscuridad del abismo. Árboles majestuosos
en la cima, troncos que se desprenden en decenas, centenas de gruesas y oscuras
ramas llenas de hojas, llenas de nidos en donde las aves cantan y revolotean
cada mañana, pues son el eco que puede escucharse cuando todos callan al
amanecer. Por lo demás, más cerca del suelo, arbustos y maleza, piedra y barro,
senderos borrosos y huellas desconocidas de los pocos pies que por allí han
pasado en tantos días, en tantos años. Es un bosque perdido, al que no podía
entrarse y al que no va a entrarse jamás a pesar de tenerlo al alcance de las
manos. Alambres de púas separando el concreto de las raíces, mientras las flores
de los matorrales se deslizan a través de los orificios del enrejado y avanzan,
crecen, viven más allá de la muralla imaginaria, conceptual, que tienen a su
alrededor. Los colores ausentes en el cielo pueden encontrarse mirando abajo,
mirando a los costados del camino mientras el autobús se encuentra detenido,
apagado. La vida está allá, tras la barrera, y en el silencio puede escucharse
lo que allí sucede sin problemas. Silbidos, de la brisa, de las hojas sacudiéndose
suavemente y desprendiéndose, volando por ahí hasta caer y fundirse con la
tierra. El motor se enciende nuevamente, se detiene la melodía de la naturaleza
que canta en la distancia; se opaca, se pierde, se desvanece junto con la
pureza del aire que es remplazada por el aroma a gasolina, a aceite, a humo. Se
queda atrás lo fresco, lo limpio, se desciende a toda velocidad por la avenida
mientras la brisa entra por la ventana y se mezcla con las finas gotas de agua
que ya caen, que ya mojan el pavimento y vuelven del polvo lodo, que ya mojan
el rostro cuando se asoma. El destino, el lugar en donde habrá que ponerse de
pie y bajar, caminar, se encuentra a algunas calles de la autopista según las
notas contenidas en el papel que se tiene en las manos. Esto, las notas, y el
recuerdo que se tiene en la cabeza de haber pasado por allí son suficientes
piezas de información para ubicarse, para no perderse de ninguna manera y, lo
más importante, para llegar a tiempo. El papel se arruga mientras la
ansiedad se va y mientras las piernas recobran la fuerza, sostienen el cuerpo
ya sin nervios, ya seguro de que al tocar el suelo solo serán unos pasos para
estar frente al escritorio, frente a la pluma, frente a las oportunidades
presentadas como una baraja frente a los ojos. De pie, fuera del metal del autobús, ya no hay lluvia, ni sol, solo
una calle desierta y enorme llena de camiones, llena de agujeros, llena de
charcos que se esquivan uno a uno para llegar al edificio de cristal que reluce
en un lugar tan gris. Las puertas se abren, el aroma a café llena los pulmones
mientras se mira hacia adentro, hacia las paredes blancas, hacia las palabras en cuadros cubiertos por vidrio, hacia las personas que dentro de ese lugar
caminan y ríen y hablan; beben café, de allí viene el aroma, pero no dan ganas
de tomar uno, se está despierto todavía, a la espera de tomar la mejor decisión
posible, de no fallar en el intento. Hay un punto en el camino en el que puede irse en una de dos, tres, cuatro
y hasta más direcciones; se es libre de tomar la más conveniente, de no tomar
ninguna de ellas y seguir derecho si se quiere, pero las consecuencias que
vendrán con esto deben asumirse también. La mejor decisión, es tomar un vaso de
agua y tomar asiento también, esperar un poco. Los sorbos fríos aclaran la garganta, aclaran las
ideas, se ven las manecillas girar mientras llaman a las personas allí
presentes y se tiene esa sensación extraña de escuchar el nombre propio en una
voz ajena. Es hora, de caminar al final del pasillo y abrir la puerta de madera, de ver aquel lugar como un nuevo hogar. Es hora, de ver desde otra ventana.
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