Hay cosas que llenan de gusto con
solo verlas, como un amanecer despejado, como un atardecer rosa y anaranjado.
Un anochecer lleno de estrellas, con la luna llena y las nubes flotando
aisladamente como espectros que no dan miedo, sino dicha; cosas como
estas, como las que suceden afuera y las que suceden adentro, las que crean las
manos ajenas y las que crean las manos propias. Llena de gusto un buen
desayuno, uno improvisado lejos de casa después de un largo trayecto, sobre un
tronco de madera junto a los árboles inmensos que rodean un río poco profundo,
agua que baja de las montañas para perderse en las raíces y en la tierra, en las hojas y en las ramas. La
brisa allí es tan fresca, la brisa allí es tan limpia, limpia del humo y del
vapor grisáceo que se asemeja a las nubes en el cielo cuando llueve, que se
asemeja a los malos augurios de tiempos pesados, de tiempos oscuros que ya se han olvidado. Nada de
esto está presente, y es todo lo que podría desearse en realidad. La ausencia de aquello
por lo que se escapa permite no solo respirar tranquilo, sino caminar con el
peso necesario, evitando preocupaciones de más que hagan del paseo una pesadilla, un martirio, una tortura. Las sombras se desplazan
lentamente mientras el contenido del vaso disminuye, mientras el tiempo se
consume bajo los rayos del sol que calientan la piel descubierta. El café
refresca la garganta, despierta un poco los sentidos que adormecidos rodando
bajo el sol recobran su fuerza y parecen prepararse para lo que queda, para el
corto trecho que separa de casa. Cuando se ha acabado, el vaso vuelve a una
bolsa negra que se guarda en la maleta y, sin nada más que hacer allí, se
retoma el recorrido con más energía que antes, con más ganas que antes de sentarse a descansar. La vía
continúa vacía, salvo por contados ciclistas que pasan por allí sin detenerse,
sin prestar atención a quien ha parado por un momento junto al pequeño
bosque en la mitad de la pradera. La cadena se mueve, las ruedas comienzas a
girar muy despacio y a levantar el polvo presente en el pavimento, presente en las líneas blancas
que rodean el asfalto agujereado. Se avanzan algunos metros, se pierde la cuenta, pronto los agujeros se vuelven menos comunes y el bosque se deja atrás para volver a la llanura, a los amplios cultivos en
donde pequeñas figuras se mueven de un lado a otro cargando cajas, cargando bultos, cargando inmensos cestos llenos de alimentos. También se quedan atrás, ellos y sus cestos, se
llega a la falda de las montañas en donde el ascenso comienza, en donde el
verde lentamente se torna gris, en donde la cima es el punto medio, la frontera
entre dos mundos aparentemente distintos que pueden cruzarse, mezclarse, con un poco de
voluntad, con el mero deseo de ver lo que hay del otro lado. Ya se sabe lo que
hay del propio, las luces del tráfico y las bocinas y el ruido, los parques
protegidos por rejas y las aguas rodeadas de lazos amarillos; solo una pequeña
fracción del mundo exterior es suficiente, para no de quedarse con una rebanada
del pastel, sino con un trozo gigante de este, en un intento por tenerlo todo. El
mundo, los lugares, los destinos, no basta con una probada ni con las promesas
hechas al viento; no basta con poner cosas en la lista y dejarlas allí
desvanecerse, más vale realizarlas antes de que sea tarde, antes de que la
tinta sobre el papel acabe de borrarse. Una a una, pronto acabarán todas,
pronto no habrá nada que tachar y la tinta roja sobre la negra será lo único en
el blanco del papel. Pronto habrá una nueva lista, escrita con otros ánimos,
sobre una madera distinta, con una pluma distinta; se tendrá la oportunidad de
escribir una nueva historia, pero más vale corregir la que ya se tiene, pulir
los detalles, arreglar el libro antes de ponerlo en la repisa y mostrarlo,
mostrarme, como lo que soy y lo que seré en el tiempo.
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