miércoles, 15 de febrero de 2017

Granos de arena

Las historias a mi alrededor podrían resumirse en un común denominador, en el sentido de que todas parecen construir un mismo mensaje ya sea con palabras, ya sea con gestos, ya sea con un simple apretón de manos o con un abrazo cálido que hace olvidar el frío, la piel fría que lentamente aumenta en uno, dos, tres grados por cada sonrisa que aparece en el rostro. En efecto, las sonrisas ajenas desembocan en la propia con el tiempo, como si un poco de orden en el exterior llegase al interior. La luz del sol puede entrar por la ventana aún cuando esta está cerrada y protegiendo el caos que se refugia en la cabeza, es un cristal, no un escudo que vuelve de una vida una cueva, y basta con mirar afuera para darse cuenta de que hay razones para seguir, razones para no cerrar las cortinas, ni la memoria. Hay un atardecer en este momento, ese de tonos naranjas del que tanto hablo y que me encantaría ver sin nada más que montañas; sin edificios ni cemento ni personas ni nada. Ese atardecer, es una razón para mirar afuera, para ponerse en una situación distinta a la presente que parece girar entorno a quienes velan a un alma perdida que se retuerce en silencio. No está perdida, y cada palabra lo confirma, cada palabra la alienta a levantarse y a mirar su reflejo. Lentamente gana brillo, lentamente aumenta su luz mientras llega la noche y se acaba el día. Pasa un día, en horas llegará uno nuevo. Es cuestión de tiempo, para que el reloj apenas recuerde tan memorables granos de arena.

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