Un rayo, el destello que entró
por su ventana seguido del trueno, la mezcla de lo visual y lo auditivo para
sacarlo de sus fantasías, para hacerlo abrir definitivamente sus ojos, quitarse
de encima todas las cobijas que había usado la noche anterior y ponerse de pie
después de horas estando acostado. No dormido, quizá solo en el limbo, en ese
constante despertar cada 20 minutos para mirar el reloj y comprobar que se
había estado desconectado por un rato, por un momento muy corto. Una, dos, tres
veces la misma sensación, la misma mirada furtiva a los números en la pared
antes de tomar una decisión final y dejar la pereza, antes de recobrar la
fuerza en las piernas, antes de pasar saliva para aclarar la voz y estirar los
brazos como si no hubiese un límite conocido. Un abrigo, un pantalón, unas
botas, todo para soportar la helada mañana y no fallar en el intento; los
restos de una noche fría podían sentirse, podían notarse. Había llovido, eso lo
sabía bien, las gotas sobre el tejado habían sido arrulladoras en cualquier
caso; un sonido blanco para que el silencio no llenase su cabeza de pensamientos,
de ansiedad, de recuerdos, un sonido blanco para mantener su mente ocupada y no
divagando. Un sonido blanco para imaginar que no estaba en casa, para imaginar
que no estaba protegido de la lluvia sino bajo ella, sintiendo las gotas caer
en la ropa, empapando su alma y llevándose las piedras que habían quedado estancadas,
incrustadas en la orilla. Sin sombrillas, sin tejados, nada más que el agua y
su piel para variar, para reaccionar. No había abierto las cortinas todavía,
pero al hacerlo otro rayo lo encegueció por escasos segundos; no cesaría, no se
detendría por lo pronto, aún quedaban algunas descargas, algunas lloviznas
antes de que saliera el sol definitivamente, antes de que este se sobrepusiera
a la oscuridad general y recobrase así el control. Miraba por la ventana como
si buscara algo en las calles a su alrededor, aun sabiendo que no tenía allí
nada que buscar, que no había perdido nada que fuese suyo, que lo que le
pertenecía estaba con él. Era solo el aburrimiento, el sentirse encerrado y con
los planes modificados de golpe, como si no contase con lo que sucedía y
tratase de encontrar una rápida solución, una alternativa. Desvariaba, pensaba
en tonterías mientras las manecillas a su espalda seguían su ritmo habitual, de
derecha a izquierda sin parar. El nivel del río que tenía frente a sus ojos
había aumentado considerablemente, se elevaba por encima de las barreras de
ladrillo y metal arrastrando la basura que tenían a su alcance. Se perdían, las
aguas turbias, en las cañerías y tuberías negras para comenzar de nuevo ese
ciclo de salir, de arrastrar la tierra y el polvo, de bajar, de repetir esto
una y otra y otra vez hasta que se evaporase el río. Sus dedos jugueteaban con
el seguro del cristal, como tentado a abrir la ventana pero rechazando la idea
de perder el poco calor que aún conservaba la habitación. Decidió, por fin,
cambiar esto por el aroma del exterior, un calor momentáneo por el aroma de
la lluvia. Las bisagras giraban, la
brisa entraba por su nariz, por su boca, limpiaba sus pulmones del humo de la
ciudad y lo dejaba pensar con más tranquilidad, como si el despertar no hubiese
sido hasta el momento en el que había tomado aire fresco. Miraba hacia atrás,
hacia su habitación todavía hecha un desastre. Papeles, maletas, tantas cosas
en el suelo que debía recoger antes de comenzar el día propiamente, antes de
salir a la calle si es que el clima se lo permitía. Se alejó del marco de la
ventana y tomando una bolsa grande que estaba sobre uno de los muebles comenzó
a levantar todo, a organizar todo aprovechando su repentino impulso. Hoja tras
hoja cayendo en el interior de la bolsa negra, papeles inservibles y notas de
otros tiempos, trapos viejos, cristales rotos; la bolsa se llenaba y pronto ya
no cabía nada, pronto pesaba demasiado para cargarla con una sola mano. Era
increíble, lo que en unos días podía haber acumulado, pero dejándolo cerca de
la puerta se aseguraba de no tropezar con todo ello nuevamente, de que esto no
volviera a acompañarlo en su lecho haciendo se sus sueños tóxicas pesadillas.
Pronto lo llevaría afuera, pero primero quería comer algo. Frutas y yogur,
avena y café, pan blanco y mantequilla amarilla untando ligeramente sus dedos,
impregnando de grasa sus huellas. Boronas cayendo en la mesa y en el suelo,
barrería, se irían los restos y las cenizas, lo que quedaba, lo que sobraba y
no pertenecía a ese lugar tranquilo que podía llamar hogar. Hogar con lluvia,
con sol, hogar para iniciar el día o para cerrarlo en silencio, para quedarse
abrigado leyendo una historia o escribiendo una nueva. Escribiendo la propia,
tal vez, puliendo los detalles de cada página venidera, de cada capítulo a
cerrar y a abrir, de cada nuevo giro que puede existir. Ya no se escuchaba el
murmullo, ya era posible salir, pero daban ganas de quedarse adentro un poco
más, de perderse en los sorbos que aún quedaban del café para disfrutar de la
calma después de la tormenta.
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