sábado, 18 de febrero de 2017

Al abrirlos

Es grato despertar con los rayos del sol, y no con el retumbar de los truenos que como en el día de ayer eran la única alarma existente para abrir los ojos y salir a enfrentar el frío en una mañana oscura, en una mañana distinta a la que se presenta en el presente. Hay más colores, hay más aromas, hay más sabores el día de hoy, como si se tratase de un mundo nuevo que se ve por primera vez después de romper el cascarón. La escena no es tan metafórica, no se resume en la idea de verse a uno mismo golpeando las paredes interiores para salir de él y ver qué hay fuera de la burbuja oscura en la que puede uno quedar encerrado, se trata del hecho de realmente dejar salir todo de la manera que debe salir, como estas notas, que solo pueden salir por la ventana. Hay escapes, desahogos, distracciones tan distintas y tan variadas para liberarse un poco, para suturar lo que se ha abierto, para cerrar un libro o sol dejarlo arder y cauterizar así el asunto. Hay días dulces para salir o días amargos para quedarse en casa a ver la lluvia, para no disfrutar de nada que no sea el ruido neutro de las gotas golpeando el tejado, golpeando el cemento, golpeando el cristal de las ventanas que cerradas solo dejan al agua escurrirse por acción de la gravedad hasta metros, metros más abajo. Las gotas no caen, el sonido neutro está ausente, es un murmullo lo que se escucha afuera, como voces de personas que aprovechan el sábado, su sábado. Al asomarse a ver de qué se trata, a confirmar con los ojos la idea mental que se ha creado, puede verse la bruma sobre las montañas en la distancia, esa presente en un mar no de agua sino de gente. Patines, patinetas, bicicletas y automóviles por doquier, pasando junto a los charcos que lentamente se evaporan, que mueren mientras el sol se eleva y todos viven, todos ríen, todos juegan. No se ven más que escasas líneas blancas en el cielo, retazos de nubes como algodón deshilachado que solo acompañan al azul y se dispersan a través de él con la cálida brisa que sopla desde el oriente, desde el occidente, desde cualquier dirección para golpear las mejillas. Brisa tibia, como si el sol la calentase y la moviese a través del paisaje, a través de los árboles, a través de los troncos, de los tallos, de las ramas y de las hojas; vuela a través del verdor para llegar al gris metálico de la ciudad, al gris y al naranja de los ladrillos que conforman los edificios vecinos. La brisa entra, despierta a quienes allí duermen y los saca de sus sábanas blancas, los lleva a poner sus pies en el suelo de madera para descalzos asomarse al balcón y ver a la ciudad moverse despacio, como un gigante que despierta y ronca al tiempo. No me despertó la brisa, no es mi caso, no estaba allí, pero ya se ha podido volar para seguirla sin siquiera salir de la habitación, ya se ha podido fantasear un poco con la idea de vivir no junto a las montañas, sino en ellas y perdido en ellas, en nada más que el canto de los aves para despertar en la mañana. Ya no se necesita una alarma, ya no se necesita nada más que una libreta, para escribir del día en el que se abran los ojos donde siempre se ha querido.

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