Es grato despertar con los rayos
del sol, y no con el retumbar de los truenos que como en el día de ayer eran la
única alarma existente para abrir los ojos y salir a enfrentar el frío en una
mañana oscura, en una mañana distinta a la que se presenta en el presente. Hay
más colores, hay más aromas, hay más sabores el día de hoy, como si se tratase de un mundo
nuevo que se ve por primera vez después de romper el cascarón. La escena no es
tan metafórica, no se resume en la idea de verse a uno mismo golpeando las
paredes interiores para salir de él y ver qué hay fuera de la burbuja oscura en
la que puede uno quedar encerrado, se trata del hecho de realmente dejar salir todo de la manera que debe salir, como estas notas, que solo pueden salir por la ventana. Hay escapes,
desahogos, distracciones tan distintas y tan variadas para liberarse un poco, para suturar lo que se ha abierto, para cerrar un libro o sol dejarlo arder y cauterizar así el asunto. Hay días dulces para salir o días amargos
para quedarse en casa a ver la lluvia, para no disfrutar de nada que no sea el
ruido neutro de las gotas golpeando el tejado, golpeando el cemento, golpeando
el cristal de las ventanas que cerradas solo dejan al agua escurrirse por
acción de la gravedad hasta metros, metros más abajo. Las gotas no caen, el
sonido neutro está ausente, es un murmullo lo que se escucha afuera, como voces
de personas que aprovechan el sábado, su sábado. Al asomarse a ver de
qué se trata, a confirmar con los ojos la idea mental que se ha creado, puede verse
la bruma sobre las montañas en la distancia, esa presente en un mar no de agua
sino de gente. Patines, patinetas, bicicletas y automóviles por doquier, pasando
junto a los charcos que lentamente se evaporan, que mueren mientras el sol se
eleva y todos viven, todos ríen, todos juegan. No se ven más que escasas líneas blancas en el cielo,
retazos de nubes como algodón deshilachado que solo acompañan al azul y se
dispersan a través de él con la cálida brisa que sopla desde el oriente, desde
el occidente, desde cualquier dirección para golpear las mejillas. Brisa tibia,
como si el sol la calentase y la moviese a través del paisaje, a través de los
árboles, a través de los troncos, de los tallos, de las ramas y de las hojas;
vuela a través del verdor para llegar al gris metálico de la ciudad, al gris y
al naranja de los ladrillos que conforman los edificios vecinos. La brisa
entra, despierta a quienes allí duermen y los saca de sus sábanas blancas, los lleva
a poner sus pies en el suelo de madera para descalzos asomarse al balcón y ver
a la ciudad moverse despacio, como un gigante que despierta y ronca al tiempo.
No me despertó la brisa, no es mi caso, no estaba allí, pero ya se ha podido
volar para seguirla sin siquiera salir de la habitación, ya se ha
podido fantasear un poco con la idea de vivir no junto a las montañas, sino en
ellas y perdido en ellas, en nada más que el canto de los aves para despertar en la mañana. Ya no se necesita una alarma, ya no se necesita nada más que
una libreta, para escribir del día en el que se abran los ojos donde siempre se ha
querido.
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