No pueden seguir dejándose las
cosas por hacer, pendientes archivados o guardados que con el tiempo se llenan
de polvo y se vuelven ilegibles, que con el tiempo se arrojan a la basura junto
con las demás cosas que ya no sirven. Notas personales, promesas propias, palabras
ocultas en libros amarillentos que recrean una realidad tan ajena a la actual;
nada de esto pertenece a un cubo de metal lleno de desechos, pues no es un
desecho, no es lo que sobra ni se parece de ninguna forma. Sucios, de arriba abajo,
en cada lado que se mirase; un trapo húmedo sobre el cuero de las portadas se
lleva el tono gris que las cubre y los colores brillan nuevamente, las ideas se
encienden nuevamente mientras con letras doradas los títulos aparecen a un
costado y dejan adivinar sus personajes, sus escenarios, sus caminos
entrelazados y hasta enredados. Hablan de bosques, de paisajes montañosos y
arenosos, pedregosos, rocosos y áridos; con nieve y niebla, con sol y luna
llena, con el ruido pasos de cientos de hombres avanzando a través de la
pradera en busca del oro, de la plata, del bronce que los haría inmortales,
ricos e inmortales. Todas fantasías, algunas tan descriptivas, algunas tan
llevas de vida, que es difícil no encontrarse después caminando allí junto a las letras negras. Brillan, las letras doradas de las portadas, las historias centenarias,
milenarias tras ellas. La luz de la lámpara sobre ellas ilumina la
habitación, la calienta en una noche tan fría que aún con las cortinas
cerradas puede escucharse a la brisa silbando por los pequeños orificios en la
ventana. El silbido, el sonido de la música, ambos ritmos en sincronía mientras
se ubican los libros, mientras se repasan algunos títulos en la repisa como
tratando de hacerse una idea, como tratando de descubrir un mundo oculto en
textos cortos. Textos viejos, textos que no recordaba ni siquiera, habiendo
olvidado tantas historias a lo largo del camino se pierde la cuenta, se pierden
las llaves que abren el casillero donde se han guardado todas, un cajón perdido
en la memoria. Estas, sin embargo, nunca cayeron durante el camino, ni se
quedaron encerradas; estaban a la deriva, a la espera de un par de ojos que las
leyese nuevamente, que desentrañase sus secretos en tardes, en noches, en
madrugadas enteras. Sobre la madera marrón, las coloridas portadas le dan un
tono distinto a la habitación, el gris que parecía enraizado en la cabeza desaparece
de repente. Verlos, los colores, verlos nuevamente relucir para traer alivio y
bienestar es todo lo que se necesita en realidad para que una noche nublada no
opaque el brillo de la luna, para que una noche con fantasmas grises en el
cielo no apague el brillo de las estrellas. Brillan tras las nubes, y puede
llegarse a estar sobre ellas en un rato, dejar a un lado el clima oscuro por un
poco de claridad en la inconciencia. Escapar es tan tentador, pero más vale dar
pasos seguros y no tambalearse en arenas movedizas, saber que un paso firme
sobre el suelo es mejor que uno sobre una nube. Ya habrá un momento para
despedirse, para decir adiós a lo que no se hizo y para cerrar libros que no
volverán a abrirse, pero por ahora vuelven a la repisa, a recordar a diario que
quedan cosas por hacer antes de partir.
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