jueves, 23 de febrero de 2017

Cosas por hacer

No pueden seguir dejándose las cosas por hacer, pendientes archivados o guardados que con el tiempo se llenan de polvo y se vuelven ilegibles, que con el tiempo se arrojan a la basura junto con las demás cosas que ya no sirven. Notas personales, promesas propias, palabras ocultas en libros amarillentos que recrean una realidad tan ajena a la actual; nada de esto pertenece a un cubo de metal lleno de desechos, pues no es un desecho, no es lo que sobra ni se parece de ninguna forma. Sucios, de arriba abajo, en cada lado que se mirase; un trapo húmedo sobre el cuero de las portadas se lleva el tono gris que las cubre y los colores brillan nuevamente, las ideas se encienden nuevamente mientras con letras doradas los títulos aparecen a un costado y dejan adivinar sus personajes, sus escenarios, sus caminos entrelazados y hasta enredados. Hablan de bosques, de paisajes montañosos y arenosos, pedregosos, rocosos y áridos; con nieve y niebla, con sol y luna llena, con el ruido pasos de cientos de hombres avanzando a través de la pradera en busca del oro, de la plata, del bronce que los haría inmortales, ricos e inmortales. Todas fantasías, algunas tan descriptivas, algunas tan llevas de vida, que es difícil no encontrarse después caminando allí junto a las letras negras. Brillan, las letras doradas de las portadas, las historias centenarias, milenarias tras ellas. La luz de la lámpara sobre ellas ilumina la habitación, la calienta en una noche tan fría que aún con las cortinas cerradas puede escucharse a la brisa silbando por los pequeños orificios en la ventana. El silbido, el sonido de la música, ambos ritmos en sincronía mientras se ubican los libros, mientras se repasan algunos títulos en la repisa como tratando de hacerse una idea, como tratando de descubrir un mundo oculto en textos cortos. Textos viejos, textos que no recordaba ni siquiera, habiendo olvidado tantas historias a lo largo del camino se pierde la cuenta, se pierden las llaves que abren el casillero donde se han guardado todas, un cajón perdido en la memoria. Estas, sin embargo, nunca cayeron durante el camino, ni se quedaron encerradas; estaban a la deriva, a la espera de un par de ojos que las leyese nuevamente, que desentrañase sus secretos en tardes, en noches, en madrugadas enteras. Sobre la madera marrón, las coloridas portadas le dan un tono distinto a la habitación, el gris que parecía enraizado en la cabeza desaparece de repente. Verlos, los colores, verlos nuevamente relucir para traer alivio y bienestar es todo lo que se necesita en realidad para que una noche nublada no opaque el brillo de la luna, para que una noche con fantasmas grises en el cielo no apague el brillo de las estrellas. Brillan tras las nubes, y puede llegarse a estar sobre ellas en un rato, dejar a un lado el clima oscuro por un poco de claridad en la inconciencia. Escapar es tan tentador, pero más vale dar pasos seguros y no tambalearse en arenas movedizas, saber que un paso firme sobre el suelo es mejor que uno sobre una nube. Ya habrá un momento para despedirse, para decir adiós a lo que no se hizo y para cerrar libros que no volverán a abrirse, pero por ahora vuelven a la repisa, a recordar a diario que quedan cosas por hacer antes de partir.

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