En un juicio cualquiera, de esos que se hacen en completa
soledad, mi conciencia me habría eximido de cualquier condena por la constante
necesidad de darme otra oportunidad aún después de haber caído en lo que se ve
como el más profundo de los abismos, y que ahora parece solo una ilusión, un
paso la nada que es en realidad solo una pintura, un pequeño obstáculo franqueable
sin ninguna clase de dificultad. Me pregunto cómo funciona, si soy libre con
solo olvidar mi pasado o si hay un constante recuerdo que volverá
esporádicamente a recordarme de dónde vengo, para donde voy con esa imagen
pesimista y consumida por la amargura y la constante necesidad de acumular
pensamientos negativos. Con esas dos opciones, me es suficiente para saber que
he reducido las ramas de este árbol a dos caminos decisivos, dos decisiones
finales antes de un punto decisivo, un punto de no retorno donde todo ha de
marchitarse o, por el contrario, donde todo ha de levantarse nuevamente. Frente
al espejo, aquella figura pulida que todo lo ve, no hay ya hojas en aquellas
ramas, es posible para una persona marchitarse de tal manera y seguir de pie,
regenerarse de una manera increíble porque es aquel juicio, aquella necesidad
de soledad la cura, el remedio para la toxicidad que entra, sale, entra, sale
de mi cabeza. Entran notas, entran papeles y sale tinta, tanta tinta sobre
hojas de papel cargadas de ideas sin sentido, ideas borrosas propias de la resaca
en la mañana. Es al medio día cuando estoy despierto, cuando podré decir que
todo puede comenzar de cero. El sol sobre mi cabeza, el inicio de un nuevo
reloj de arena.
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