martes, 27 de septiembre de 2016

Mariposas

Quien público esta imagen invitaba a escribir una corta historia de ella, y qué mejor excusa para abrir la puerta al mundo de la fantasía. Es un reto agradable, una actividad interesante que lleva a las fotografías en mi galería a un nuevo plano, a una nueva manera de verlas y de sumergirme en sus colores, en sus trazos, en sus formas. Un poco de literatura a la media noche, y el deseo de intentarlo de nuevo.

La oscuridad en la mitad del día es posible, es realmente posible si se camina bajo los árboles, si las hojas y las ramas y las aves paradas en ellas cubren el sol sumiendo al mundo bajo sus formas en una relativa oscuridad, en un tono tenue de la luz del día. Ella estaba allí, en la mitad de la nada, buscando la salida del inmenso bosque al que había entrado por cuestiones del azar, persiguiendo hadas y jugando a ser como ellas; olvidando por un momento que aquellos cuentos de su niñez se habían acabado. 21, trabajo, universidad, su madre y su gata en casa… No era momento de tonterías, pero algunos impulsos son más fuertes que la voluntad, más fuertes que cualquier convicción. A causa de esto, ahora estaba perdida, y por más que detestara la idea de que no sabía cómo salir, le generaba cierto agrado la idea de estar lejos de la realidad, lejos de las responsabilidades, lejos del mundo a su alrededor. Quería escapar de lo que había dejado tras el laberinto de árboles, así fuera por un corto lapso de tiempo, no había razón para correr si todavía había luz del día. Era medio día, un viernes de mayo, podía tomarse algunos minutos de esta experiencia para disfrutarla. Estando rodeada de nada más que árboles, de nada más que el ruido de las hojas sacudiéndose y el ocasional canto de las aves; el aire puro entrando a sus pulmones se llevaba todo, todo el deseo de salir.

Decidió sentarse sobre la hierba que crecía junto a un gran árbol de tronco oscuro, de ramas gigantes y hojas verdosas que caían cuando el viento las sacudía; presas de la gravedad. Estas caían sobre su cabello, y ella parecía no notarlo. Tenía su mirada fija en una dirección, pero al percatarse de la situación a su alrededor, sacudió la cabeza y tomó una hoja entre sus manos. Pronto su forma parecía cambiar, parecía transformarse por completo. Los vivos colores y las delicadas formas de una mariposa surgieron de sus manos, revoloteando por las ramas y luego sobre su cabeza, yendo y volviendo, yendo y volviendo. Era la mariposa que había seguido al entrar al bosque, la misma mariposa que había visto fuera de su ventana y que había seguido por todo el jardín, por toda la calle, por toda la manzana y por todo el laberinto en el que ahora se encontraba sin saber cómo salir. Sintió deseos de jugar con ella como lo hizo anteriormente, pero no quería ponerse de pie, no quería seguirla pues ya lo había hecho y el resultado no había sido exactamente bueno. No era una perdida tampoco, disfrutaba de ese momento como nada en el mundo porque era su mundo, al que había entrado por cuestiones del azar.

Creía delirar por el hambre y la sed, no podía adjudicar otra explicación a la reciente metamorfosis que acababa de presenciar, que acababa de tener contacto con su piel, con sus finos y largos dedos acabados en esmalte rojo y negro. Tomó una botella de su mochila y bebió largos sorbos mientras mantenía la mirada fija en la mariposa, que seguía revoloteando de un lado a otro sin mostrar intenciones de salir, de alejarse de la chica que yacía sentada junto al árbol que continuaba dejando caer sus hojas verdosas por todo el lugar. Al tomar una rebanada de pan de su mochila y darle una mordida, notó como la mariposa se acercaba a ella, como parecía haberse decidido a llamar su atención, a revolotear a su alrededor sin cesar para luego detenerse en su cabeza y agitar sus alas una, dos, tres veces. La mariposa se quedó estática, y dejaron de caer hojas. Las que estaban en el suelo parecían agitarse, sacudirse; todas ellas parecían sufrir aquella metamorfosis, pero ninguna levantaba el vuelo, todas se quedaban en el suelo y caminaban, caminaban en una misma dirección formando una línea, un sendero. La mariposa que se encontraba sobre los rizos castaños de su cabello también bajó al suelo, y se unió a la línea con sus demás compañeras. Ella soltó la botella, no creía lo que veía y juzgaba al líquido que había bebido como si fuera algo más que agua, como si hubiese olvidado lo que empacó en la mañana.

Con mucha dificultad, se puso de pie y guardó todo en su mochila nuevamente. Miraba a las mariposas en el suelo y notaba como brillaban, como destacaban en el suelo más que antes, más que hace solo unos segundos. Las mariposas no brillan, es el agua, es el pan, es el aislamiento momentáneo, se enloquece en cinco minutos si se está completamente solo, pero nada de esto es real, son solo delirios de niña; por jugar como niña estaba allí. No perdía nada, ya estaba perdida. Si era una locura, la llevaría hasta el final. Decidió seguirlas, seguir el camino que ya con desespero trataban de plantearle. Este brillaba, realmente brillaba. Ella se sacudía los ojos y trataba de ignorar se detalle mientras avanzaba sin detenerse. Al cabo de unos segundos de marcha pudo notar más claridad sobre su cabeza, zonas despejadas en el cielo donde la luz del sol parecía indicar la próxima salida. Esperanza, era lo único que podía tener mientras seguía a las mariposas como si fuesen su salida, su libertad. ¿Y no era ya libre corriendo tras ellas? Sin pertenecer al mundo más que a los árboles, y a las mariposas y a las hojas verdosas que caían sobre su cabeza; no podía ser más libre que en ese momento.

Después de algunos minutos de caminata, la hierba aplastada y los arboles cortados bajo sus pies se convertían paulatinamente en un sendero que, al final, brillaba por a luz del medio día, la luz del mundo exterior. Las mariposas detuvieron su marcha y levantaron vuelo, sin detenerse, sin volver atrás y ella, confundida, se quedó estática sin decidirse a perseguirlas o a solo salir del bosque, a solo volver al mundo real. Solo una mariposa se quedó, para posarse en su cabello nuevamente y alejarse volando lentamente, quizá despidiéndose de la única que la había perseguido hasta entrar al bosque. Ella no era una niña, y sabía que debía volver. Retomó la marcha lentamente, mientras trataba de memorizar cada árbol, cada rama; como si temiera que fuera a desaparecer ese lugar, como si quisiera dejar grabada una imagen imborrable en su cabeza. La luz al final del sendero se hacía más grande, pronto volvería a casa y le diría a su madre que había visto cientos de hadas, y ella no le creería y acariciaría su cabello y se quedarían dormidas abrazando a su gata, hablando de la magia y de épocas más gratas, más niñas, donde hablar de hadas era más que una tarea de soñar, sino de creer de verdad. Y ella creía en la hadas…

Y no dejaría de hacerlo al salir del bosque.

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