sábado, 22 de octubre de 2016

Afán ajeno

La calle en la falda de la montaña es quizá una pesadilla en vida con un clima como este. No es exagerar, el caos es evidente. Se puede deducir al ver todas esas luces rojas y amarillas casi estáticas, al ver como nada se mueve aunque pasen los minutos.  Los automóviles y demás vehículos avanzan lentamente, cruzando cada semáforo a paso de tortuga mientras figuras cubiertas por sombrillas caminan junto a ellos, avanzan como ellos en la misma dirección, con un destino distinto tal vez. El tráfico se encuentra detenido por una gran nube que se toma el cielo, se toma el calor, se toma los colores de la tarde imponiendo el gris, imponiendo el frío. El vaso de café en mis manos sigue caliente, pero la atmósfera en general parece congelar el tiempo mismo. Pequeñas gotas cubren el pavimento, cubren los árboles, cubren la fachada del edificio en el que me encuentro y cubren los cristales de las ventanas a mi alrededor. Aquí adentro todo está en silencio, en completa calma; es el ruido de afuera lo único que se escucha, son las voces del exterior las que perturban el interior.  La desesperación general por llegar a casa una tarde de sábado los mueve a todos allí afuera, los llena de impaciencia y los lleva a inundar las calles con sus gritos ahogados exigiendo cosas ilógicas, sus bocinas graves que incomodan y no ayudan; perturban el silencio con el ronroneo de los motores que torpemente mueven el metal, la carne, la vida de cualquiera allí afuera en este momento. No desearía estar allá afuera, no desearía estar en casa cuando aquí lo veo todo desde arriba sin ninguna clase de restricción más allá de la temporal, más allá del hecho de saber que acabará mi tiempo libre. Un café, un caramelo y una silla para ver la lluvia caer, un minuto para disfrutar del afán ajeno.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario