lunes, 17 de octubre de 2016

La montaña

En cada ciudad del mundo hay un lugar conocido por todos, un lugar del que todos saben. Ya sea por una leyenda urbana o información oficial de algún tipo; por boca de un conocido o por la prensa, la radio, la televisión y los medios en general. Un lugar característico por una simple hecho: el de ser una zona libre de reglas, una zona libre de las preocupaciones de lo que se llamaría “el exterior”, un lugar para estar tranquilo, una tierra de nadie. Del que quiero hablar no era como los demás, escondido en el corazón de la ciudad; del que quiero hablar se encontraba fuera de ella, en las montañas.  Era posible ver desde allí cada estructura erigida en la distancia, cada pila de cemento y hierro y vidrio que conformaban uniformemente el conjunto de una ciudad que día y noche no dejaba de trabajar.

Quienes se atrevían a visitar este lugar no eran alpinistas expertos de ninguna clase, sino personas jóvenes que encontraban de la vista y la libertad dos excusas para llegar a la meta superando cada obstáculo que ello implicaba. La zona sin reglas estaba escondida en una gran montaña rocosa, la cual había que escalar.  Ascender requería de mucha calma para evitar cualquier clase de accidente, pues ya habían sucedido varias veces y solo servían de herramienta a los adultos para prohibir el acceso a la zona. Nadie respetaba esta regla, claro, se tomaba como un simple juego y día a día la cantidad de visitantes crecía. Teniendo el suficiente cuidado, cualquier persona podría lograrlo sin ninguna clase de dificultad, hasta los niños más pequeños. Los visitantes se habían encargado de adaptar la zona constantemente, agregando cualquier clase de objeto que les fuera útil: Muebles, libros, canchas, rampas y barandas; había algo para cada persona, la posibilidad de escoger era una realidad.

Por varios años la pequeña comunidad construida en la montaña basó sus actividades en el día, hasta que la compañía de electricidad local colaboró con la instalación del alumbrado que permitió el uso de este lugar las 24 horas; una pequeña tregua entre jóvenes y adultos buscando la seguridad de quienes iban allí en la noche, fuera quien fuera y tuviese la edad que tuviese. Las 24 horas del día podía escucharse allí el ruido de la música que variaba según la hora, los gritos y la euforia general de cada persona allí presente, pues nada los llenaba más que el saber que eran libres mientras estuvieran allí, en la montaña. Nadie robaba, nadie se hería, todos entendían el concepto de hermandad que los unía fueran diez, cien, mil; todos unidos por un lugar común y el hecho de ser jóvenes, el hecho de estar libres de cualquier prejuicio entre sus semejantes. Era quizá el ser adulto el problema, el pensar como adulto para ser exacto. Llenarse los bolsillos era su meta, no perder tiempo en la montaña. Se agredían, se peleaban, se mataban entre ellos por la codicia y el odio y el desamor y todas esas cosas que consumen el alma y la destrozan como una hoja de papel, manchada en tinta y más odio. Olvidaban quienes eran, de donde venían, sus gustos y sus metas originales por un mejor empleo y un mejor círculo social. Los jóvenes, la nueva generación que los remplazaría, encontraban en esto una desgracia y lentamente se retiraban de la ciudad, abandonaban sus casas para vivir en la montaña. Esta noticia causó un escándalo en las familias, hubo demandas e intentos de cerrar el acceso a la montaña, de dinamitarla si era necesario para devolver a los niños a las casas. Todos estos planes se descartaron y, buscando un acuerdo razonable, los más grandes comenzaron a adaptar el terreno ante las nuevas necesidades, aplicando lo que habían aprendido fuera en casa o en la escuela o en la universidad; preparaban la tierra para cultivarla y levantaban pequeñas estructuras de madera que servían de refugio común para los malos tiempos y posteriormente como dormitorios que todos cuidaban y conservaban. Los jóvenes vivían allí, cazaban en el bosque, olvidaban lentamente las costumbres aprendidas en el interior de la ciudad y forjaban nuevos conceptos en sus cabezas, nuevos valores y nuevos principios. Aún sin reglas, aún sin normas, nada sucedía y cualquier clase de problema se solucionaba con brevedad, sin llevarlo a la catástrofe. Los meses pasaban y la cantidad de jóvenes crecía, las familias en las ciudades se estaban desintegrando ante la aparición de este nuevo fenómeno que comenzó con una silla de madera en las montañas y una idea, la de ser libres. Los niños al cumplir cierta edad se iban a las montañas y los padres, aunque quisieran recuperarlos, no podían dejar sus empleos para ir a buscarlos, de alguna manera preferían soltar sus manos.

Nuevas estructuras se levantaban sobre los árboles para destinarse a nuevos usos: la enseñanza, la medicina, el almacenamiento de los alimentos y demás necesidades. Todos tenían algo que hacer, su parte dentro del trabajo. Desde pequeños aprendían una actividad que ellos eligieran y de acuerdo a sus habilidades podrían mantenerse en ella, pero al llegar a la adultez todos hacían lo mismo: ayudaban a mantener las relaciones con el mundo exterior y lidiaban con las constantes amenazas de las familias más ortodoxas. A pesar de todo, estas últimas no tenían argumentos para poner fin a este proyecto, pues todo funcionaba de maravilla e incluso mejor que en la ciudad, en donde los estragos parecían multiplicarse con la ausencia de niños y que algunos adultos vieron como su hora de libertad, sin restricciones que los infantes pueden causarles. La ciudad se desplomaba en peleas no solo con los de la montaña sino entre ellos mismos, las calles se llenaban de automóviles y humo y desesperación mientras los niños seguían con sus vidas hasta los 8 y se iban, se escapaban una noche cualquiera a buscar lo prometido afuera. 

Los años pasaban, la ciudad seguía cayéndose a pedazos, esta vez de forma más literal. A diario derrumbaban edificios mientras en las calles peleaban y proponían a la fuerza un nuevo concepto de la familia, del orden, de las reglas. Culpaban a los de la montaña del inicio de su fin, culpaban a los jóvenes y los reprochaban por su falta de consideración y gratitud. Los de la montaña, cansados de lidiar con problemas ajenos, cortaron comunicación con el exterior y comenzaron a permitir solo el acceso de los jóvenes; ningún adulto podía entrar, y quienes ya estaban en el interior no poseían lo que estaba destruyendo la ciudad, no desarrollaban ese problema y no lo esparcían tampoco, solamente la montaña podía limpiarlos de esa forma. Era como un virus, pero no era más que una percepción, una manera de ver el mundo. Quienes fueron a la montaña por primera vez a buscar su libertad no dudaron en volver, en compartir el lugar que habían encontrado con los suyos. Todos lo valoraban, todos lo cuidaban y entendían que solo de ellos dependía mantenerlo así, de ellos y para ellos. La montaña seguiría allí para los jóvenes cuando ellos fueran a buscarla, la ciudad cerraría sus puertas en algún momento. Se derrumbaba, se olvidaba, los años seguían pasando y ese lugar había pasado de la zona sin reglas a algo más que una palabra, era un concepto de lo que quedaba, de lo que pasaba y pasaría de ahí en adelante. La esperanza de comenzar de cero, la esperanza de nacer nuevamente.

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