viernes, 25 de noviembre de 2016

De nuevos destinos

El primer sonido que entró a mis oidos esta mañana fue por fortuna el despertar de un sueño en el que rebobinar la misma escena una y otra ves ya me tenía a tientas de abrir los ojos en cualquier caso. La melodía de la alarma hacía eco en el pasillo vacío mientras a ciegas trataba de detenerla. No podía abrir los ojos, era como si estos se resistieran a hacerlo presos aún del cansancio; abiertos hasta muy tarde pegados a las letras de una pantalla y al trazo de figuras en el papel, no había razón aparente para que sus cortas horas de descanso fueran interrumpidas. Habían razones, de hecho; el contacto del frío suelo con mis pies descalzos se encargó de recordar cada una de ellas, resumiendo todo en una lista que deseaba vivir, que deseaba llenar de palabras que trajeran a la mente recuerdos, de los buenos. Buenos días, de esos con nubes grises y sabores mezclados; de caminatas por senderos desconocidos y silencio en el exterior. El sabor a chocolate, el aroma a caramelo, las coloridas pancartas y letreros que destacaban en la atmósfera melancólica de una vía siempre vacía; un conjunto de contradicciones visuales que pasaron de largo por un simple motivo: se puede ver todo, más no observar todo. Enfocado en algo distinto, en la mano que sujetaba, era como si la barreras hubiesen desaparecido por unas horas, como si toda la vida fuesen nada pero esas horas. Cuando de trata de intentar nuevos caminos, nuevas experiencias, no hay realmente un límite de tiempo, ni ninguna clase de limitante geográfico que impida el alejarse de casa en busca de una aventura, de algo más que una aventura con cierto toque de peligro, de adrenalina y de expectativa. Físicamente hablando, lo que delata a quien busca lo desconocido es ese brillo en la mirada; no solo se trata de curiosidad, sino también del rigor intrínseco deseo de dar un paso adelante e ir por el oro tan anhelado. Encontré oro, encontré mucho sin buscar nada.

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