Cuando el viento
sopla con fuerza sobre las velas del barco, el aire salado del mar impregna todo
lo que hay en la cubierta y pronto el aroma de la madera seca se vuelve un
recuerdo, un vago recuerdo como el de haber tenido alguna vez los pies en
tierra firme, en suelo seco. El pavimento, las calles llenas de polvo sobre las
cuales pasos firmes movían un cuerpo frío y apagado, mecánicamente y casi por
obligación, han quedado en el pasado. Ya no hay pavimento, ya no hay cemento ni
metal ni cristal; ya no hay obligaciones, y la voluntad y el libre albedrío pintan
la realidad con la simple idea de que no se vive bajo lo que se tiene que
hacer, sino lo que se desea hacer. Es el agua cristalina lo único bajo mis
pies, es la pureza de las profundidades lo único que llena mi vista. Peces de
colores nadando alrededor del barco y chapoteando en el agua hacen de la escena
más alegre, más radiante; casi parecen querer seguir el rumbo de quien no tiene
uno fijo, casi parecen decididos a nadar toda su vida. Cuando todas las
condiciones parecen propicias para un buen viaje, no se piensa en volver a la
orilla, no se piensa en poner los pies sobre el suelo cuando ya se ha estado en
él por días, por meses, por años. No se puede estar en un muelle toda la vida,
no se puede simplemente abandonar la aventura que alguna vez se tomó con una
sonrisa en los labios y un destello de miedo en los ojos; el temor a lo
desconocido no es siempre un detractor, puede ser a veces el mero impulso que
nos empuja al vacío sin saber lo que allí espera, lo que allí reposa. Ahora,
embarcado de nuevo, la madera se sacude con las pequeñas olas que golpean el
casco, la estructura entera se tambalea y avanza y avanza sin detenerse, sin
perder siquiera velocidad mientras las velas continúan agitándose, continúan moviéndose
a través del mar, a través del tiempo mismo y guiando una embarcación en zonas
desconocidas, en lugares extraordinarios donde los arrecifes se levantan en la
distancia, donde los peces de colores nadan en los alrededores y las nubes en
el cielo son apenas pequeñas acumulaciones blancas que como retazos de algodón
no traen a la mente los recuerdos de la lluvia, las largas noches de tormentas;
la ilusión de estar flotando sobre ellas, sobre las blancas nubes de algodón en
el horizonte, es el único pensamiento que en el vaivén del barco parece real,
parece el viento mismo moviendo las velas. Nada mueve el barco más que el deseo
mismo de avanzar hacia un muelle distinto, hacia un mejor destino para poner
los pies nuevamente. Por lo pronto, la madera seca parece una buena superficie
para quedarse, para contemplar la inmensidad del mar con los ojos abiertos y
las manos sobre la baranda, tentado a saltar al agua y nadar con los peces
antes de despertar en cama, antes de salir de casa con la satisfacción de soñar
con la libertad de viajar por el mundo, con la libertad de soñar despierto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario