Agua, un vaso
lleno sobre la mesa que de tanto en tanto se va acabando, saciando mi sed y quedando
vacío, siendo solo cristal sobre la madera, madera sobre el cristal de las losas
reflejando la bombilla en el techo. Luz tenue, suficiente para mantenerse
despierto unas horas más después de un día productivo, emocional y
personalmente hablando. Cosas que llenan, cosas que de una u otra forma representan más que solo un lapso de tiempo. Desayunos improvisados, paseos largos bajo el sol, paseos por lugares a los que no había entrado hace mucho. Es grato volver allí, a esos lugares que traen recuerdos de otras épocas en las que todo
tenía un tono distinto, un propósito diferente; lugares que conservan las
flores, que conservan los árboles, que conservan los edificios blancos erigidos
sobre el verdor, erigidos sobre la tierra, tan imponentes como gigantes en la
mitad del bosque, rodeados de vida y más vida. Son gigantes, en efecto, y pequeñas personas
entran en ellos a través de sus puertas de cristal o de madera. Entran en busca de respuestas a sus preguntas, entran con
las manos vacías y salen con las cabezas llenas. En términos generales, no
encuentran allí la solución a sus problemas, pero aprenden a escribirla por si mismos a
encontrar la salida de una circunstancia que los detiene, de una situación que
los retrasa. Números, letras, plantas, personas corriendo de un lado a otro
viviendo su momento, el momento de reír después de haber almorzado sobre la
hierba, el momento de jugar antes de volver a entrar a clases nuevamente. Pero no todo sucede adentro, fuera de los
edificios también se enseña, se aprende, se sueña. Voces de todos los tonos
ilustran realidades, ilustran mundos completamente nuevos para algunos individuos que
entre palabra y palabra deciden entran en ellos, un viaje para aprender qué son las
ciencias, qué son las artes, qué son las melodías que de la entrada a aquel
lugar provienen. Allí, una puerta de metal siempre abierta, siempre dando la
bienvenida, guiando al interior de una ciudad enrejada, protegida y maltratada en sus costados; un coloso todavía en pie y dispuesto a levantarse. El recorrido al interior sobre el ladrillo, sobre el cemento, junto a los árboles; entonces de nuevo los edificios como pequeños faros en la maleza. En su blancura, algunas caras de sus estructuras se encuentran marcadas con poesía, con
arte, con representaciones de sentimientos que almas cualquieras grabaron en la
oscuridad de la noche o quizá, en un escenario también probable, a plena luz
del día y ante la mirada de todos, de miradas llenas de expectativa y deseosas
de imitar eso de pintar un poco las paredes y un poco los sueños. El corazón se
encuentra también pintado de blanco, de blanco y de negro, caras conocidas que
mueven masas a través de la tierra, a través del tiempo, los años pasan y
todavía viven en miles, millones de cabezas. Líderes, visionarios, personas con una idea que llegaron a lo más alto de la memoria humana, a lo más alto que podría llegar cualquiera. Custodian los libros, los registros
bibliográficos de quienes ya pasaron por aquellos senderos años atrás, de
quienes vivieron una realidad completamente distinta en el mismo lugar; están
ahora en otros lugares, con el recuerdo de las buenas épocas de las que hablo,
esas de caminar por ahí con una maleta casi vacía, con solo un cuaderno lleno
de esos descubrimientos, de esas respuestas que entre clase y clase llegaban de
la nada. Era casa, era hogar, era la respuesta a muchas preguntas sobre el
porqué de despertar cada mañana motivado; era, y es todavía una parte de lo que
puedo ser.
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