Escribía, en
efecto lo hacía. De día y de noche su pluma bailaba sobre el papel conectando
letras, palabras, ideas, párrafos enteros que pulía con las horas y después
archivaba en su cuaderno. Un cuaderno, dos cuadernos y cientos de hojas llenas
de palabras, impregnadas del aroma a tinta y del aroma a buenos recuerdos. Una pluma
todavía con tinta, la suficiente para escribir otra página, otra más y pronto otro
cuaderno, una pieza más para su galería secreta. Alejado de todos, un cofre de
madera con un seguro y una llave, una única llave que podría abrirlo; la
seguridad de tener un mundo entero guardado allí, un mundo privado que no le
pertenecía a nadie más sino a él y a su cabeza, la que día a día depositaba una
idea más en aquel espacio de madera y sueños y magia. Los días pasaban, las
páginas se amontonaban en el interior del cofre progresivamente, sin parecer
llenarlo en realidad. Una aparente infinidad por tratarse solo de páginas
sueltas, de letras diminutas y dibujos indescifrables, garabatos por doquier;
pasaría mucho tiempo antes de llenarlo por completo, pero ya era evidente que
así como los días volaban, también lo harían las semanas, los meses y los años.
Cuando el tiempo pasa tan rápido casi nada parece cambiar, pero en un parpadeo se
puede volver al presente, como si se saltase en el tiempo y lo que antes era
una mesa vacía ahora se encuentra llena de papeles y plumas de diversos tamaños,
las paredes antes intactas se encuentran ahora llena de colores; su alma
pintada de blanco y sus trazos de negro, sus tardes de naranja y tinta, sus
noches de estrellas y pinceles, sus madrugadas de café y humo. Despierto, otra
mañana para abrir el cofre y entrar a él, pasear en sus relatos y luego salir
al mundo para traer nuevos personajes en la noche, nuevas historias cuando la
luna remplaza al sol, cuando la oscuridad le trae luz a su imaginación.
Escribía de la llave, de su entrada al mundo secreto y de cómo podría protegerla,
temiendo a que alguien alguna vez la encontrara y robara lo que amaba más que a
nada. Ya no dormía, ya no salía, se alejaba de la realidad que alguna vez había
conocido para pasar las mañanas, las tardes y las noches en su habitación, junto
al cofre que abría a cada instante para deslumbrarse con las fantasías que eran
ahora su única realidad, su único contacto con algo distinto al silencio de su
soledad. En el cofre no estaba solo, y por ello la idea de tener que salir lo
atormentaba al momento de hacerlo. Quería quedarse allí, pero había algo que le
impedía hacerlo, una extraña necesidad de tener los pies en la tierra. Era su
vida, lo que no quería dejar afuera. Al salir, se acercó a su mesa y tomó de
ella todo lo que había. Papeles, cuadernos, plumas, libros por leer e historias
por terminar; lanzó todo dentro del cofre luego y se acercó al espejo. Una
camisa blanca, un pantalón negro, descalzo; miraba su reflejo por última vez
con lágrimas en los ojos y una sonrisa que no había visto antes, su manera de
decir adiós a una imagen marcada por el tiempo, marcada por las noches en vela.
No se reconocía, pero sabía que quien alguna vez abrió el cofre era quien vivía
dentro de él, dentro de esa apariencia que se mostraba decidida, se mostraba
segura de tomar el siguiente paso. Sus pasos sobre las losas de madera las
hacían crujir, caminaba en dirección a la mesa para escribir algo más. El ruido
fuera de la habitación parecía haberse detenido, como si el tiempo se hubiera
detenido en ese instante, en el movimiento de sus manos dejando un mensaje. Nuevamente
el crujido de la madera y luego, luego el silencio fuera de la habitación y
dentro de ella, luego el silbido del viento entrando por la puerta. Una hoja de
papel y una llave reposaban sobre la mesa, y nada más había ya en esa
habitación.
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