lunes, 21 de noviembre de 2016

El cofre

Escribía, en efecto lo hacía. De día y de noche su pluma bailaba sobre el papel conectando letras, palabras, ideas, párrafos enteros que pulía con las horas y después archivaba en su cuaderno. Un cuaderno, dos cuadernos y cientos de hojas llenas de palabras, impregnadas del aroma a tinta y del aroma a buenos recuerdos. Una pluma todavía con tinta, la suficiente para escribir otra página, otra más y pronto otro cuaderno, una pieza más para su galería secreta. Alejado de todos, un cofre de madera con un seguro y una llave, una única llave que podría abrirlo; la seguridad de tener un mundo entero guardado allí, un mundo privado que no le pertenecía a nadie más sino a él y a su cabeza, la que día a día depositaba una idea más en aquel espacio de madera y sueños y magia. Los días pasaban, las páginas se amontonaban en el interior del cofre progresivamente, sin parecer llenarlo en realidad. Una aparente infinidad por tratarse solo de páginas sueltas, de letras diminutas y dibujos indescifrables, garabatos por doquier; pasaría mucho tiempo antes de llenarlo por completo, pero ya era evidente que así como los días volaban, también lo harían las semanas, los meses y los años. Cuando el tiempo pasa tan rápido casi nada parece cambiar, pero en un parpadeo se puede volver al presente, como si se saltase en el tiempo y lo que antes era una mesa vacía ahora se encuentra llena de papeles y plumas de diversos tamaños, las paredes antes intactas se encuentran ahora llena de colores; su alma pintada de blanco y sus trazos de negro, sus tardes de naranja y tinta, sus noches de estrellas y pinceles, sus madrugadas de café y humo. Despierto, otra mañana para abrir el cofre y entrar a él, pasear en sus relatos y luego salir al mundo para traer nuevos personajes en la noche, nuevas historias cuando la luna remplaza al sol, cuando la oscuridad le trae luz a su imaginación. Escribía de la llave, de su entrada al mundo secreto y de cómo podría protegerla, temiendo a que alguien alguna vez la encontrara y robara lo que amaba más que a nada. Ya no dormía, ya no salía, se alejaba de la realidad que alguna vez había conocido para pasar las mañanas, las tardes y las noches en su habitación, junto al cofre que abría a cada instante para deslumbrarse con las fantasías que eran ahora su única realidad, su único contacto con algo distinto al silencio de su soledad. En el cofre no estaba solo, y por ello la idea de tener que salir lo atormentaba al momento de hacerlo. Quería quedarse allí, pero había algo que le impedía hacerlo, una extraña necesidad de tener los pies en la tierra. Era su vida, lo que no quería dejar afuera. Al salir, se acercó a su mesa y tomó de ella todo lo que había. Papeles, cuadernos, plumas, libros por leer e historias por terminar; lanzó todo dentro del cofre luego y se acercó al espejo. Una camisa blanca, un pantalón negro, descalzo; miraba su reflejo por última vez con lágrimas en los ojos y una sonrisa que no había visto antes, su manera de decir adiós a una imagen marcada por el tiempo, marcada por las noches en vela. No se reconocía, pero sabía que quien alguna vez abrió el cofre era quien vivía dentro de él, dentro de esa apariencia que se mostraba decidida, se mostraba segura de tomar el siguiente paso. Sus pasos sobre las losas de madera las hacían crujir, caminaba en dirección a la mesa para escribir algo más. El ruido fuera de la habitación parecía haberse detenido, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante, en el movimiento de sus manos dejando un mensaje. Nuevamente el crujido de la madera y luego, luego el silencio fuera de la habitación y dentro de ella, luego el silbido del viento entrando por la puerta. Una hoja de papel y una llave reposaban sobre la mesa, y nada más había ya en esa habitación.

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